lunes, 19 de marzo de 2018

Xim-xim

El lunes de la semana pasada, aprovechando que llevé a mi hijo al aeropuerto de Barcelona para que emprendiese el viaje a Italia de su beca Erasmus, subí un poco más hacia Girona y quedé a comer con mi mejor amigo.

Le esperé frente al edificio de la Seguridad Social donde trabajé hace muchos años y nos abrazamos y nos dimos dos besos al vernos, y volvimos a abrazarnos.

Paseamos por el barrio medieval de Girona y descubrí que lo están restaurando, con más o menos gusto, para construir pisos y apartamentos de lujo, alejándolo urbanísticamente de lo que siempre fue. En cualquier caso las callejuelas y escaleras del barrio judío, así como los porches de la rambla, seguían siendo los mismos que descubrí un invierno de hace muchos muchos años, recién arribado a la ciudad con veintidós o veintitrés años.

Después fuimos a comer a un restaurante de Canet d'adri, a pocos kilómetros de la ciudad. El local estaba lleno de gente, más de lo que mi amigo esperaba, así que nos tocó hacer cola hasta que quedó libre una mesa. Observé a la clientela y durante unos segundos regresé a mi recuerdo de esa Cataluña profunda, las mejillas rojas, la ropa de trabajo, el catalán cerrado que aprendí y cuando trabajé en Lleida tanto les sorprendía. La camarera cantaba el menú a toda velocidad (después de nosotros había más gente esperando) y a esa misma velocidad nos sirvió la comida. Comida de rancho, de currantes que tenían que volver al tajo, comida de la clase social a la que Carlos y yo y nuestros padres siempre pertenecimos. La comida estaba muy mala -tal vez ya no somos como nuestros padres- pero nos reímos, charlamos y disfrutamos de la compañía mutua. Él bebió vino peleón; yo, como tenía que regresar en coche a mi casa, cerveza sin alcohol.

Antes de despedirnos condujo delante de mí en dirección a la autovía que me devolvería a Barbastro, pero previamente nos detuvimos para hacer una pequeña excursión en el volcán de la Crosa, cuyo gran diámetro de bosques envuelve un campo de cultivo de color verde esmeralda y un horrible pozo de ladrillos industriales en su centro. Había también algunas plantaciones de nogales y avellanos. Llovía un poco, casi nada, xim-xim. Caminando por un sendero entre robles, encinas y alcornoques, un bosque antiguo de ramas caídas, musgo y espesura salvaje, regresamos al parking y allí nos despedimos hasta las próxima ocasión. Él regresó a su pequeña y cercana casa en el bosque y yo emprendí carretera adelante hacia mi hogar frente al río Vero.

4 comentarios:

Beauséant dijo...

Por suerte las vidas se llenan de esos pequeños momentos en los que podemos escapar de las rutinas... no parecen gran cosa vistos en la distancia, pero al final son los únicos que merecen la pena.

Jesús Miramón dijo...

Yo amo las cosas normales, aunque en realidad no existan.

Como tan bien escribe la Szymborska aquí a la derecha, el mundo ordinario no existe para mí. Tampoco para ti, Beauséant; tampoco para nadie.

Pero es necesario dibujarlo, bueno, lo es para mí.

Dejar migas en el bosque.

Un abrazo.

andandos dijo...

Ya lo había leído pero también ahora me ha gustado mucho. Pasear en coche, algo que antes solo existía para mí en las películas norteamericanas, se ha convertido, y mira que es simple, en algo valioso. No cada día, pero si existe la posibilidad, sí.

Un abrazo

Jesús Miramón dijo...

Pasear en coche es un placer para iniciados.

Un abrazo.