sábado, 12 de marzo de 2011

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En la pantalla repiten una y otra vez las imágenes de la explosión en la central nuclear japonesa afectada por el terremoto de ayer. Emergiendo desde los archivos de mi adolescencia regresa a la superficie de mi cerebro aquel smiley amarillo con la leyenda «¿Nucleares? No, gracias». Hoy muchos de los que entonces lo llevaban prendido en la ropa o pegado en el coche defienden con el ardor del converso la energía nuclear, está de moda hacerlo a babor y estribor. Por mi parte voy a utilizar un argumento muy sencillo, casi infantil, para argumentar mi rechazo hacia las centrales nucleares: ¿cómo puede defenderse un sistema de producción de energía que origina residuos radiactivos que conservarán su peligrosidad durante miles y miles de años? ¡Es de locos, es algo que va contra el sentido común más elemental! Por no hablar de las consecuencias de un accidente, como sucedió en Chernobyl, o un desastre natural, como ha sucedido en Fukushima. Ese sistema de generar energía, por mucho que ahora esté de moda incluso entre quienes se ponían pines amarillos hace treinta años, no es fiable, no es ninguna panacea sino más bien una siniestra espada de Damocles colgando permanentemente sobre nuestras cabezas y las de nuestros nietos.

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